Libros de amena erudición

Libros maravillosos que (casi) nadie lee

Siempre me ha parecido muy extraño que en las recomendaciones literarias anuales, trimestrales o mensuales que ofrecen los medios de comunicación nunca aparezca Plinio el Viejo o Procopio de Cesarea. También resulta un poco enojoso que –aunque sea sin malicia ni segundas intenciones, por supuesto– se nos presenten ciertos libros modernos como obligatorios e imprescindibles, cuando ni siquiera han transcurrido doscientos o trescientos años entre su publicación y nuestros días, que es aproximadamente el tiempo que una obra necesita para merecer esos adjetivos.

Entiéndase que no se está sugiriendo que los autores que aparecen en esos listados sean menos, intelectual o literariamente, que Plinio o Procopio. Solo se advierte de la sorpresa que causa el hecho de que muchos autores notables –aunque tal vez menos novedosos– permanezcan en el olvido cuando tienen obras notabilísimas en el mercado desde hace quince o veinte siglos.

Es muy cierto que durante todo este tiempo los humanistas, los filólogos, los historiadores y los lectores curiosos han acabado por encontrar una buena cantidad de “libros maravillosos” que no solamente se leen, sino que se disfrutan y han conformado el pensamiento y la mentalidad de las civilizaciones. Esos textos componen lo que se denomina “el canon” –que de todos modos ha sufrido y sufre variaciones con el paso de los años y de las revoluciones– y a nadie con unas lecturas medianas se le ocurriría dudar de la calidad literaria y la importancia cultural del Quijote, Orgullo y prejuicio, La señora Bovary o Moby Dick, por citar solo unos cuantos ejemplos evidentes.

Sin embargo, escondidas en “el vasto follaje” de las creaciones literarias, hay obras fabulosas que (casi) nadie recomienda y de las que (casi) nadie habla.  Al profesor y escritor Umberto Eco se le atribuye una frase muy popular, según la cual “el mundo está lleno de libros maravillosos que nadie lee”. Independientemente de que la atribución sea legítima o no, el contenido de la cita parece bastante probable. La cita de Eco parece remitir a una serie de libros que, aun considerándose magníficos y principalísimos, se leen poco o nada y en raras ocasiones se habla de ellos: tal vez en algunas aulas universitarias, en las páginas de una bibliografía especializada o en alguna conversación nocturna de “eruditos extravagantes” con poca fortuna. Podrían incluirse en esta categoría de “libros que (casi) nadie lee” otros que son famosos por distintas razones y que, sin embargo, se citan solo de oídas: es imposible que el lector común no haya oído hablar de los libros sagrados y, sin embargo, tal vez no sea sencillo encontrar a alguno que conozca el significado de “Deuteronomio”, que pueda recordar las historias de Judit o Ruth (aunque sean imprescindibles para entender el arte occidental) o que conozca el origen y el destino de las doce tribus de Israel (y quién era Israel). Un profesor salmantino decía que resulta difícil imaginar una conversación literaria con alguien que no conozca esos detalles o no sepa que la Biblia contiene dos relatos distintos de la Creación, que Moisés tuvo que subir dos veces al Sinaí en busca de las Tablas de la Ley o que el Arca de la Alianza parece desprender una radiactividad mortal. Por no hablar de las complejidades teológicas y filosóficas relativas a Salomón, a David, a Job, a los Salmos y al Cantar de los Cantares. Ese mismo profesor decía que, afortunadamente, en la actualidad no se puede imaginar que nadie con una mínima educación literaria no haya dedicado varios años a la exégesis bíblica. En fin, cualquier estudiante mediano que haya pasado por fray Luis y San Juan de la Cruz habrá empleado al menos un trimestre en el Cantar de los Cantares. Tampoco es imaginable que nadie que se llame instruido no haya examinado con cuidado los evangelios apócrifos, de donde se pueden extraer maravillosas noticias, como un documento administrativo firmado por el mismísimo Jesucristo (dirigido al rey Abgaro V, excusándose por no poder ir a curarlo mediante un milagro rápido) o la relación de las venganzas, crueldades, bromas y milagros dudosos del joven Jesús de Nazaret, como cuando convirtió a sus amiguitos en cabritos asados o como cuando mató a un muchacho que lo molestó mientras jugaba (en el Evangelio siro-árabe). Está de más recordar lo que todo el mundo conoce, de modo que no se incidirá aquí en la necesidad de estudiar las órdenes monásticas, la historia eclesiástica, las actas de los mártires o a los Santos Padres. No pasar por ahí sería tan lastimoso como si un literato no pudiera recitar de memoria la Epístola a los Pisones cuando hasta los estudiantes más torpes canturrean el “Humano capiti ceruicem pictor equinam…”.

Los eruditos religiosos ofrecen una variedad de conocimientos abrumadora y siempre maravillosa. Entre ellos puede señalarse a nuestro gran enciclopedista medieval, San Isidoro. Por desgracia, uno de los grandes libros que (casi) nadie lee es el fabuloso compendio de las Etimologías. Seguramente el intelecto humano ha dado obras magníficas al mundo, pero es dudoso que sean más útiles y tengan más sustancia que “los libros de edificación” del hispalense. Cada libro es un placer; cada capítulo, una encantadora sorpresa; cada párrafo, un asombro. La gramática, la retórica, la dialéctica, la matemática, la medicina, las leyes y los tiempos, el ámbito eclesiástico, los ángeles, las sectas, las lenguas, los pueblos, los parentescos, los seres prodigiosos, el mundo y sus partes, las piedras (¡hay tanto que decir sobre las piedras!), la agricultura, la guerra, los utensilios domésticos… nada escapa a la gran erudición de San Isidoro, que proclama un evemerismo particular para explicar la mitología con la misma firmeza que explica “los portentos” desde una razón teológica implacable.

Una de las desgracias de los estudios literarios es la consideración de que dicha disciplina puede reducirse a la lectura de ciertas novelas y versos, de modo que los verdaderos pilares en los que se asientan dichos estudios se ignoran por completo. No sé qué se puede saber de literatura si no se estudia Historia, Filosofía, Ciencias Naturales o Geografía, entre otras muchas disciplinas necesarias. Los historiadores hacen muy bien en burlarse de aquellos que no han viajado con Herodoto. ¿Dónde pretende llegar quien no ha pasado por Los nueve libros de la Historia? Es un libro tan fabuloso que cada párrafo es un asombro. Hace poco he tenido ocasión de reproducir en otro lugar la historia de Kéops y cómo este infame faraón, viéndose sin dinero para acabar su pirámide, prostituyó a su propia hija, que cobraba una piedra (de dos toneladas y media) por cada cliente. Y dice Herodoto que la hija “cumplió tan bien con lo que su padre tan mal le mandó” que no solo se completó la pirámide de Kéops, sino que la muchacha pudo hacerse una propia, aunque más pequeña. (Esto se cuenta en Euterpe, CXXVI). Herodoto es tan pintoresco que sería extraordinario que algún novelista no hubiera pasado horas y horas estudiándolo. Famosa es la cita del cruel y necrófilo Periandro (en Terpsícore, XCII), en la que se aparece el fantasma de Melisa, su esposa, para recriminarle que hubiera “metido el pan en un horno frío”, porque “había conocido a Melisa después de muerta”. Estas necrofilias son ideas muy útiles para los novelistas de nuestro tiempo.

La Historia es tan necesaria en los estudios literarios como la mismísima gramática, y no solo por las verdades que de ella pueden extraerse, sino también por las muchas ficciones, embustes y patrañas deliciosas que se cuentan. Entre los grandes fabuladores está Procopio de Cesarea, cuya Historia secreta es todo un catálogo de sinvergonzonerías, indispensables para el novelista moderno. “Por aquel entonces, Teodora, que no estaba todavía desarrollada, no podía acostarse con ningún hombre y era absolutamente incapaz de tener relaciones como mujer, pero ella se unía lascivamente como los hombres con ciertos miserables y esto incluso con cuantos esclavos seguían a sus dueños al teatro para cometer este acto nefando…”. Dice Procopio que Teodora, la que sería gran emperatriz, era una “hetera de infantería”, porque “entregaba su juvenil belleza a todo el que llegaba, dejándole que se sirviera de todas las partes de su cuerpo”.

De Tito Livio nada hay que decir, porque aunque se asegura que su historia romana es otro de los libros que (casi) nadie lee, esto debe de ser una falacia, pues nadie podría presentarse públicamente sin conocer bien la obra del paduano.

Entre todos los achaques de la república literaria no es el menor el que supone que los autores, los críticos y los profesores no tienen la obligación de interesarse por las ciencias. Al evitar como la peste la astronomía, la biología, la medicina y otras disciplinas interesantísimas, los escritores no solo viven en una ignorancia lamentable, sino que pasan sin saberlo junto a grandísimas obras literarias, como las de Teofrasto o Dioscórides, por citar solo a dos botanistas imprescindibles. Dice Dioscórides de la cerveza que “es diurética y ataca a los riñones y a los nervios, y principalmente es dañosa de las meninges, y flatulenta, generadora de cacoquimia y creadora de elefantíasis”. Véase si no son asuntos primordiales y necesarios para cualquiera que se dedique a las letras.

Pero entre todos los libros literarios de ciencias, seguramente no hay otro más compendioso y necesario que la Historia natural de Plinio. Los ejemplos que revelan el talento del de Como son innumerables. Transcribiré algunos al azar: “Se cuenta la historia de un pollero que poseía tal habilidad que podía decir de qué gallina procedía cada huevo” (X, 155). Y un poco antes (X, 61) explica muy líricamente: “De dónde vienen las cigüeñas o hacia dónde se dirigen está todavía por descubrir”. En los tratamientos médicos Plinio no es menos ingenioso (XXX, 108): “Los forúnculos se tratan, según dicen, con una araña, aplicada antes de pronunciar su nombre y retirada a los tres días; [también se curan] con una musaraña, ahorcada de forma que no toque la tierra después de muerta, dando con ella tres vueltas alrededor del forúnculo y escupiendo otras tantas veces el que cura y al que va a curar”. Plinio tiene una ventaja, y es que recoge noticias varias de Varrón, de Herodoto o Teofrasto, y también de otros menores, como Mecenas, Faviano o Alfio. De estos espiga la historia de un niño y de un delfín, al que llamaba Simón; y cuenta que el delfín Simón llevaba a su joven amigo a la escuela todos los días, “a través del mar inmenso”, y lo devolvía a su casa por la tarde. Pero ocurrió que el niño murió: el delfín de todos modos siguió acudiendo al lugar acostumbrado en busca de su amigo, sin hallarlo, “hasta que murió de nostalgia” (IX, 25). En lo tocante a la biología literaria, no vale la pena insistir en otros autores, aunque Aristóteles tiene pasajes fabulosos: “La generación de las ratas es lo más extraordinario que hay en el reino animal […] Se cita el caso de una hembra preñada encerrada en una vasija con grano de mijo; cuando se abrió la vasija al cabo de algunos días, aparecieron ciento veinte ratones. Tampoco se explica el origen de los ratones en los campos ni su extinción»”(Investigación sobre los animales). Esto lo copia Plinio en su obra.

La biología siempre ha llamado la atención de los intelectuales, desde el anónimo autor del Deuteronomio (14, 3 y ss.) a la ingeniosa y muy necesaria Pseudodoxia epidémica de Thomas Browne o los trabajos de Von Humboldt, Charles Darwin y otros estudiosos modernos.

Los filósofos han sido particularmente literarios desde antiguo y muchos se siguen leyendo en la actualidad. Entre ellos, al parecer los más favorecidos son Marco Aurelio y Séneca. Otros menos conocidos se citan en un libro prodigioso titulado Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, que por desgracia tampoco suele aparecer en las recomendaciones de los medios, sin duda por culpa de algún olvido involuntario. Entre otros muchos y variados méritos, este compilador tiene la amabilidad de citar las obras –perdidas en su mayoría– de los filósofos de la Antigüedad, y por eso sabemos que el gran Teofrasto compuso más de doscientos tratados, entre los que había uno Sobre los zumos, otro Sobre el entusiasmo, otro Sobre las fatigas, otro Sobre el ahogo, otro Acerca del tumulto (hay que ser muy filósofo para filosofar acerca del ‘tumulto’), etcétera. Desde luego, Diógenes Laercio no se olvida de Platón, Sócrates, Pitágoras, Epicuro o de Diógenes el Cínico; pero lo más interesante es su esfuerzo por darnos noticia de otros filósofos menos conocidos, aunque igualmente interesantes, como Carnéades, que estudiaba tanto que no tenía tiempo para cortarse el cabello ni las uñas; o como Menedemo, “discípulo de Colotes de Lámpsaco”, que “se ilusionó tanto con la taumaturgia que se paseaba vestido con un disfraz de erinia, diciendo que había venido del Hades como inspector de los pecados”; o del mismísimo Homero, en quien –como en todos los grandes literatos– se funden la poesía, la filosofía, la teogonía y otras muchas disciplinas, y de quien recoge esta sentencia necesaria: “Voluble es la lengua de los hombres, y muchas sus historias” (Ilíada, XX, 248 y ss).

Es difícil saber por qué los poetas y los novelistas no estudian astronomía, meteorología, geografía o geología. No hay cosa que más influya en el carácter de las personas que los vientos, las lluvias, las tormentas, el frío o el calor, y esto es una verdad que cualquiera puede comprobar por sí mismo. Por esa razón es también extraño que la fenomenología de Avieno se encuentre entre los libros que (casi) nadie lee. Avieno se encomienda en sus versos científicos a Júpiter y luego describe muy líricamente cuáles son los indicios de lluvia: “si la golondrina se precipita con frecuencia trinando sobre las aguas a los primeros destellos del alba, si las ranas reiteran su viejo lamento por los estanques, si los autillos emiten arpegios melodiosos por la mañana, si la dañina corneja hunde la cabeza en aguas profundas…”, entonces “un abundantísimo aguacero se derramará desde las nubes” (Fenómenos, vv. 1700 y ss). En lo científico, Avieno es más lírico que Thompson, me parece.

Aunque Aristóteles y su ciencia han perdido algún prestigio últimamente, la lectura de sus obras sigue dando grandes horas de placer a sus seguidores, sobre todo en los capítulos donde explica cómo son los vientos y sus nombres, y si el mar ha existido siempre o no, y donde plantea la discusión sobre dónde se esconden los rayos y los relámpagos, y por qué descienden, cuando todo lo caliente asciende, y la discusión con otros filósofos por culpa de los terremotos, y si estos dejarán de producirse cuando la tierra acabe por compactarse, y otros asuntos muy principales.

Como la imaginación –dicen– es viajera, así debe serlo también el hombre de letras, al menos en los libros, y es una lástima que esquive los mapas, la geografía o los libros de viajes y descubrimientos. Mucho antes de que Marco Polo, Egeria o John Mandeville recorrieran el mundo en busca de prodigios, lo hicieron los griegos, que dejaron escritos los asombros del mundo para la posteridad en sus paradoxografías. El más antiguo de los paradoxógrafos es, según se dice, Antígono de Caristo, que recoge muchas historias curiosas de Aristóteles, de Heródoto o de Hesíodo, que decía que los pulpos se comen sus propias patas en invierno, y de otro saca que al pulpo se debe el dicho antiguo de que uno debe adaptarse y acomodarse a las costumbres del lugar al que viaje, y todo esto se dice porque el pulpo suele camuflarse y confundirse con el terreno que ocupa. Otros paradoxógrafos son Ninfodoro, Polemón, Antígono, Filón o Flegón de Trales, que cuenta varios casos sorprendentes de andróginos. Entre todos los paradoxógrafos destaca Claudio Eliano –también famoso naturalista–, cuya Varia Historia es otro de los libros que (casi) nadie lee. Su obra es un compendio tan maravilloso de embustes, patrañas, curiosidades, mirabilia y errores que parece mentira que no haya recibido más atención en nuestros días o no se haya convertido en vademécum moderno. Sin embargo, todas sus historias resultan interesantísimas: el autor se percató, por ejemplo, de que ningún artista había sido tan necio como para presentar a las musas llevando armas (XII, 2 y XIV, 37). “Esto demuestra que la vida entre las musas debe ser pacífica, serena y digna de ellas”. Esto lo dejo aquí escrito por si sirve de algo.

No parece muy difícil deducir que casi todos los textos citados guardan relación con la tradición enciclopédica o, más ajustadamente, con la tradición de las colecciones de mirabilia y portentos, a veces llamadas misceláneas y de otras muchas maneras, como recuerda precisamente Aulo Gelio en sus Noches áticas. Este Gelio describe perfectamente el género al indicar que se trata de compendios “al azar […] de todo lo que me agradaba” y que convenían “al placer de una honesta erudición” (del Prefacio). Trata Aulo Gelio de muchas materias, sobre todo lingüística y oratoria, moral y costumbres, filosofía, leyes, historia y antigüedades, y ciencias curiosas; aunque son especialmente recomendables los epígrafes referidos a los habladores sin medida (tan incapaces de callar como de decir algo [sensato], en I, xv), quizá haya quien prefiera estudiar las diferencias que hay entre las olas con viento austral o con el aquilón (II, xxx), o los misterios y peligros del número siete (III, x), o tal vez las virtudes de Bucéfalo, o de cómo funciona la vista, o sobre la letra e, o aquella fabulosa historia de las jóvenes de Mileto, que, sin razón conocida, se arrojaban al mar y se suicidaban. Dice Gelio, citando a Plutarco, que solo cesaron los suicidios cuando se dijo que las jóvenes suicidas serían trasladadas a tierra desnudas y que así serían enterradas o incineradas. Por no pasar esa vergüenza, dejaron de matarse.

Tal vez habría podido incluirse también en este repaso a Celso, si no fuera porque la mayor parte de sus libros se perdieron, y a otros de menos nombre, como Solino, Marcelo o Capella, que con frecuencia se limitaron a copiar a sus predecesores. Julio Obsecuente copió también en gran medida a Tito Livio en su Libro de los prodigios.

Pero no puede concluir este repaso a las florestas, colecciones, compendios y misceláneas sin citar a un compilador de hechos noticiosos y maravillosos en el que es indispensable detenerse: se trata de Pedro Mexía, autor de la Silva de varia lección. Hay quien piensa –y no parece una idea descabellada– que, de no haberse escrito el Quijote, la obra más interesante de nuestra literatura sería la Silva. Y, sin embargo, la gran obra de Mexía es otro de esos “libros maravillosos que (casi) nadie lee”: gozó de un éxito singular, y en menos de dos siglos conoció hasta cien ediciones en media docena de lenguas. Esta es la obra definitiva en español dedicada a la “amena erudición” y, como señala Isaías Lerner, también pueden acercarse a ella quienes deseen conocer las inquietudes intelectuales y la mentalidad del Renacimiento español (aunque es dudoso que en la actualidad haya alguien en nuestro país con esos intereses tan estrafalarios). Resulta conmovedora en Mexía, desde el “Prohemio y prefación de la obra”, la moderna voluntad científica de compartir la sabiduría adquirida: “Parescióme que si desto yo había alcanzado alguna erudición o noticia de cosas […] tenía obligación a lo comunicar”. Mexía no solo se empeña en mostrarnos lo curioso, lo interesante, lo ameno o lo provechoso, sino que lo hace con talento de indiscutible narrador. No sé si alguien puede resistirse a leer la historia en la que se nos explica por qué los antiguos vivían tantos años (confirmado en el Génesis) y por qué tenían tan buena salud (“porque no había los potajes de ahora”), o la importancia del secreto, o cómo los egipcios pesaban el corazón, o la historia de la papisa de Roma, o de las amazonas, sobre Constantinopla, sobre el origen de las lenguas, por qué el hombre anda “levantado”, por qué el hombre muerto pesa más que el vivo, de todos los papas después de San Pedro, de las edades del mundo, de los templarios, de quién inventó las campanas, del que inventó los exorcismos y sacó demonios, por qué el agua fría hace más ruido que el agua caliente al caer, de la invención de las letras, de la primera librería (biblioteca) que hubo en el mundo (aparte de las bibliotecas judías, la primera biblioteca griega la fundó un Pisístrato de Atenas; en esto, Mexía sigue a Aulo Gelio y a San Isidoro), de “cuán excelente cosa es la memoria”, “de algunas cosas notables de la víbora”, de qué signo del zodíaco regía cuando se creó el mundo, y si era invierno o verano, de la bondad del dormir, de ciegos señalados o el análisis de los vientos…

Los libros de “amena erudición” han gozado de gran predicamento entre los lectores curiosos, aunque tal vez no entre los más exquisitos y filosóficos, debido quizá a su desorden característico, a la concentración en lo noticioso y extravagante, a su interés por lo extraordinario o a la escasa atención al análisis crítico. Por esta razón, bien pudiera ser que lo que a unos nos parecen libros “maravillosos” a otros les parezcan insufribles repertorios de patrañas inútiles. Eso va en la instrucción o en los intereses literarios y culturales de cada cual, y en el modo de leer también. En todo caso, no debería entenderse este mínimo repertorio como una recomendación o una sugerencia, porque uno no es quién para decirle a nadie lo que debe o no debe leer, y nunca he sido tan generoso ni tan altruista como para andar por el mundo dando consejos librescos a gentes que tendrán sus preferencias e intereses particulares que a mí no me incumben.


La extraordinaria vida común

Apuntes sobre la obra de Arnold Bennett. Epílogo íntegro en "Enterrado vivo" (Impedimenta, Madrid, 2013)

Realidades nítidas y evanescentes

 

«En primer término, una novela debería parecer verdad. Y no puede parecer verdad si los personajes no parecen reales. El estilo cuenta; el argumento cuenta; la invención cuenta; la originalidad de la perspectiva cuenta; la amplitud de la documentación cuenta; la capacidad de identificación cuenta. Pero nada de ello tiene tanta relevancia como la verosimilitud de los personajes. Si los personajes son reales, la novela tendrá alguna posibilidad; en caso contrario, estará condenada al olvido».

Arnold Bennett publicó el artículo «Is the novel decaying?» en 1923, pero no era la primera ni la última vez que el afrancesado escritor de Staffordshire declaraba, por un lado, su pertenencia a la tradición novelística británica y, por otro, se reafirmaba en el modelo literario en el que había crecido: el modelo de «lo real y lo verosímil».

La herencia de Bennett no era desdeñable: la tradición novelística que arrancaba en Jane Austen y alcanzaba a Henry James. El hallazgo de Austen fue dar con un relato de costumbres de la vida burguesa que, precisamente, interesaba a la burguesía decimonónica. Con distintos tonos románticos, la novela burguesa británica avanzó en el siglo XIX con una fuerza imparable. Las previsibles reacciones contra los excesos románticos —que se dieron en toda Europa— exigían una construcción metódica de la novela, una estructura impecable de la trama, un diseño del argumento y los personajes... El realismo y el naturalismo decimonónico proponían retablos de la existencia, monografías de la vida, radiografías de los personajes, cuadros precisos y científicos del mundo real. ¡Se acabaron los héroes románticos y los malvados de cartón piedra! ¡Se acabaron los cementerios y las ruinas, los amores desatados y los arrebatos de dolor adolescente! La novela se había convertido, ya a mediados del siglo XIX, en un retrato fiel de la cotidianidad, de situaciones vulgares, de sucesos triviales, de vidas grises y anodinas. Desde luego, casi huelga decirlo, los autores abrazaron las teorías del realismo en distintas medidas, y fueron limando sus voces literarias con el análisis psicológico, con la crítica social, los aspectos más «sensacionales» de la vida, etcétera. George Meredith (1828-1909), por ejemplo, era implacable en su elaboración lógica de la trama, y advertía que su método consistía en una descripción analítica y psicológica de personajes y situaciones. Thomas Hardy (1840-1928), en palabras de José María Valverde, es el novelista de «las labores agrícolas y las nubes grises», pero fue capaz de percibir el cambio de tendencia a finales del siglo XIX y con la magnífica Jude el oscuro (1895) cerró su carrera como novelista y en lo sucesivo se dedicó úncamente a la poesía. En otro sentido, Henry James se esforzó en mostrar la vida de los elegantes con la metodología de los Turgueniev, Zola y Maupassant.

De los autores de la generación anterior había aprendido Bennett el arte de crear un tapiz real y natural en sus novelas. Lo mejor de Bennett, sin duda, está en esa capacidad para ofrecer una imagen nítida de salones, habitaciones, cocinas, calles, hoteles, iglesias o buhardillas; esa misma imagen obtenemos en una mujer que sube una escalera, en los gestos de una mantenida en un salón parisino, en los temores de un hombre con un nimio problema que resolver. En el suplemento literario del Times (1914) incluso Henry James admitía que las narraciones de Arnold Bennett estaban cubiertas «de forma tan profusa y tan vívidamente abigarrada por una serie de aspectos y hechos pequeños que constituye un monumento exacto a la quasirrealidad».

Pero volvamos a aquella columna periodística aparentemente inofensiva de 1923. Arnold Bennett, avanzando en su discurso sobre la verosimilitud, reitera que cualquier omisión de verdad en la novela resta «poder emocional» a la obra: el lector podrá decir que es un trabajo original, o inteligente, o ingenioso, o intrigante, pero al final tendrá que admitir que «no tiene verdad». Casi inmediatamente, al describir lo que él considera defectos de la novela moderna, recuerda la fulgurante aparición de la tercera novela de Virginia Woolf: Jacob’s Room (El cuarto de Jacob, 1922). Señalaba que Virginia Woolf había tenido «un gran éxito en un mundo pequeño», y advertía que estaba exquisitamente escrito, aunque sus personajes se quedaban en nada porque la autora había estado más ocupada de demostrar su originalidad y su inteligencia que de delinear correctamente los personajes.

Obviamente, el pobre señor Bennett, a sus cincuenta y cinco años, con una educación tradicional en instituciones de segunda categoría y con una necesidad perentoria de escribir para poder cobrar de sus editores, no había entendido nada de lo que rodeaba a Virginia Woolf. Al señor Bennett le hubiera ido mucho mejor en la historia literaria si no se hubiera dejado llevar por su sinceridad crítica: enfrentarse al todopoderoso y turbulento círculo de Bloomsbury, dominado por las hermanas Stephen (Virginia Woolf y Vanessa Bell), Leonard Woolf, Clive Bell, Lytton Strachey, Roger Fry, E. M. Forster, T. S. Eliot, etcétera, no fue una buena idea. De este modo se inició una controversia que duró casi una década, prácticamente hasta la muerte del escritor y que se conoce como «la querella con los modernos».

Virginia Woolf, herida por la crítica, dedicó toda una conferencia («Mr. Bennett y Mrs. Brown») a demostrar la equivocación del Arnold Bennett. Sin embargo, antes de que Bennett criticara a Woolf, ésta había elogiado y recomendado sus libros en distintas cartas desde 1914. Poco después empieza a mostrar sus dudas respecto al realismo, e incluso coincide con Bennett en el aprecio de algunos novelistas rusos, como Dostoievski. Pero cuando Bennett comienza a teorizar sobre los métodos creativos, Virginia Woolf se muestra como una joven con ideas totalmente antagónicas. En 1914 Bennett publicó «The Author’s Craft» y en este opúsculo señalaba, de un modo un tanto vago, que las dos características del escritor eran el «sense of beauty» y la «fineness of mind», combinados con lo que los británicos denominan «common sense». Con todo, lo más interesante para el estudio de la teoría literaria se añadía después, cuando Bennett señalaba que «vivimos en un mundo humano» («it is a human world we live») y que es ese mundo el que debe mostrarse en el acto literario. Además, hacía hincapié en lo que denominaba «design of construction»: la técnica y la forma. Una buena trama es esencial, con un control del interés argumental, sostenido y constante. Naturalmente, esta metodología será la que los nuevos novelistas van a considerar procedimientos anticuados, engorrosos e irrelevantes.

«Me deprime el astuto realismo del señor Bennett», comentaba en una carta privada Virginia Woolf a su amiga lady Cecil. Pero la respuesta precisa a los planteamientos bennettianos aparecerá en el primer ensayo de la serie «Mr. Bennett y Mrs. Brown», titulado «Modern Novels» (1919). Por vez primera, Woolf lanza una diatriba formal contra los «materialistas eduardianos» (Wells, Galsworthy y el propio Bennett). Lo que irritaba profundamente a la autora —por aquellos días publicaba su segunda novela (Night and Day)— era aquel modo de concentrarse en los aspectos exteriores de los personajes: el vestido, las propiedades, el modo de viajar, la casa donde viven... Sí, dice Woolf, sus personajes tienen una vida llena de acontecimientos (incluso inesperados o increíbles), pero no sabemos ni por qué ni para qué viven. La antagonista intelectual de Arnold Bennett especifica dónde está la realidad: en el espíritu humano, en la mente humana. Y añade: «No hay un método para la ficción; el único método para la ficción es la honestidad y huir de lo fingido». James Joyce sería el modelo cuya literatura más se acerca a la vida, porque su obra se había constituido como verdadera esencia del autor, no sometida al convencionalismo novelístico.

La historia literaria ha demostrado que la concentración en la obra, el alejamiento de la tradición, el modo de prescindir del lector y la distorsión intelectual del corpus lingüístico —eminentemente tradicional— condujo a un cierto desmoronamiento de la novela (y de la poesía), ahora aislada en su torre de marfil. La vanguardia modernista creaba objetos de arte irrepetibles, ajenos a la tradición y a lo que se llamaba entonces «convention», y exclusivamente vinculados a la intelectualidad única del autor, y por eso los objetos de arte acababan resultando inaprensibles y lejanos.

Cuando Arnold Bennett publica «Is The Novel Decaying?» en marzo de 1923, en el Cassell Weekly, la respuesta de Woolf no se hace esperar. Escribe su segundo ensayo de la serie «Mr. Bennett y Mrs. Brown» y, directamente, se pregunta: «What is reality?». ¿Y quién puede juzgar lo que es real o no?, añade. «Un personaje puede ser real para el señor Bennett y ser completamente irreal para mí». Virginia Woolf insiste en la existencia de algo más relevante que el mundo material a la hora de describir la realidad del mundo. «Nos han ofrecido una casa con la esperanza de que seamos capaces de deducir cómo son los seres humanos que viven dentro». La realidad woolfiana era una angustiosa aventura por «la selva interior»; la apariencia caótica de los trabajos de los nuevos novelistas tenía mucho que ver con la dificultad de organizar lógicamente el mundo interior, naturalmente caótico. Kafka, Proust, Joyce o la propia Virginia Woolf pertenecían a esta estirpe en la que la realidad ya no era «lo que nos habían contado». «Cuando miras hacia el interior, la vida parece estar muy lejos de ser así». El mundo no era para ellos sino una turbulencia de «impresiones», destellos evanescentes, ensoñaciones, vaguedad y confusión... «el titileo de la llama que existe en la interioridad más profunda», y, en fin, un ejercicio de autoexploración de un yo turbulento y problemático, «con la menor presencia posible de lo ajeno y lo externo».

Resulta muy interesante descubrir que los «retratos interiores» que exigió la generación de entreguerras ya estaban casi perfectamente delineados en los realistas y naturalistas, implacables indagadores de la conciencia de sus personajes. El realismo y el naturalismo abrieron en su momento una vía decididamente psicologista; su interés por la realidad era también un interés por las enfermedades anímicas y emocionales. El éxito de los trabajos freudianos (y su progenie jungiana y adleriana) en las dos primeras décadas del siglo xx reflejó, por una parte, el interés de la sociedad europea por la psicología: los desequilibrios emocionales, la histeria, las neurosis y otras dolencias psicológicas y psiquiátricas (individuales o colectivas) se convirtieron en una moda social y en un fundamento literario y artístico —y también en motivo de burla, a veces—: el psicologismo fue uno de los pilares de las vanguardias. El círculo de Bloomsbury («un grupo reducido, decadente, con privilegios heredados, ingresos privados, vidas resguardadas, sensibilidades protegidas y gustos exquisitos») no inventó la exploración del yo, pero fue decisivo a la hora de difundir una corriente literaria de los «flujos de conciencia» de la que habían participado Tolstoi, Dostoievski, Kafka, Proust o Whitman. El culmen (o el colmo) de esa renovación literaria es, como se sabe, el Ulises de James Joyce: su «parole intérieure» pura, y por lo tanto absurda, enloquecida, genial, brillante, necia y caótica, asombró al mundo. El propio Joyce se encargó de recordar que sólo había ido un paso más allá en una técnica que había descubierto al parecer Édouard Dujardin en una novela titulada Les lauriers son coupés. Sin embargo, Dujardin también negó su paternidad, citando obras de Tolstói, y los investigadores han encontrado referencias abundantes en las décadas anteriores.

Este mínimo esbozo de historia literaria de la segunda década del siglo xx, trazado a vuelapluma sobre la controversia Bennett–Woolf no es más que un ejemplo de las gravísimas tensiones conceptuales que tuvieron lugar en esas fechas. Hoy, un siglo después, los lectores pueden disfrutar del «materialismo» de Bennett en la misma medida que pueden zambullirse con placer en el inconsciente nebuloso y caótico que propone Woolf. Para el lector actual ambos modelos coexisten sin mayores contratiempos, pues a lo largo de un siglo los caudales de ambas corrientes se han mezclado provechosamente en innumerables ocasiones.

¿Cómo podía saber Arnold Bennett que Virginia Woolf se convertiría en la sacerdotisa de la literatura impresionista, inconsciente («el principal deseo de un novelista es ser lo más inconsciente posible» [«Professions for Woman», 1931]) y emocional (además de mito intelectual del feminismo histórico o la homosexualidad, entre otras cosas)? Bennett tampoco podía imaginar la trascendencia cultural del círculo de Bloomsbury y desde luego jamás sospecharía que los escasos 4.000 ejemplares que Woolf vendió de Al faro, se convertirían en millones en las décadas siguientes, mientras que las decenas de miles de ejemplares que el propio Bennett vendió de The Old Wives’s Tale o de Clayhanger o de Anna of Five Towns comenzaron a languidecer casi inmediatamente tras la Gran Guerra. El resultado de este peregrino devenir de los acontecimientos es que Virginia Woolf es hoy una figura clave de la literatura universal y Arnold Bennett, un escritor apenas conocido.

           

 

El escritor frenético

 

«En el otoño de 1907 me puse a escribir de verdad...». Arnold Bennett expresaba de este modo su decisión de dar forma final a su The Old Wives’s Tale, que vería la luz al año siguiente.

Cuando un autor como Arnold Bennett hablaba de «ponerse a escribir de verdad», los editores encargaban un pedido extra de papel a los almacenes. Su producción literaria fue asombrosa, en una sucesión interminable de historias cortas, novelas, series, relatos, artículos periodísticos, crítica literaria, recomendaciones para la vida común, adaptaciones teatrales... Es famosa la caricatura del dibujante y humorista Oliver Herford (1863-1936), en la que aparece Arnold Bennett escribiendo en cuatro máquinas mecanográficas con las manos y los pies. En sus Confessions of a Caricaturist (1917), Herford incluía, junto a dicho dibujo, una suerte de epigrama que decía: «Es muy agradable saber / que casi todos los días al final / un libro de Bennett ha de aparecer / para enamorar al hemisferio occidental. / Puedo verlo ahí, con celo sublime, / tecleando desde el amanecer a la cena / cuatro máquinas de escribir, con las manos y los pies. / Cuando las cuatro novelas haya terminado, / empaquetará y enviará à grand vittesse [a toda prisa] / su cuadrumanuscrito a la imprenta». Y añadía un post scriptum a mano diciendo: «¡Imagínate lo que tendríamos que leer si Bennett fuera cuadrúmano!». Bennett consideraba la escritura una profesión, no una misión, y no dudó en burlarse siempre que pudo (incluso en esta misma Enterrado vivo) de la teoría idealista del arte por el arte. «Si alguien piensa que mi objetivo es el arte por el arte siento decirle que está tremendamente equivocado». Desde el punto de vista teórico, el lector era el objetivo de su obra; por el contrario, las corrientes modernistas y vanguardistas de la época concentraban la atención en el texto e incluso en el autor, despreciando tanto la opinión como los gustos del lector, aunque seguramente no su dinero.

En la biografía más conocida de Arnold Bennett (Margaret Drabble: Arnold Bennett. A Biography [1974]), su autora —también novelista prolífica— inicia su retrato cronológico con una broma muy «bennettiana»: dice que Arnold Bennett nació un 27 de mayo de 1867 en Hope Street (1867), «seguramente la calle más desesperanzadora de la ciudad de Hanley». («Me encantan los chistes malos de Bennett y me hacen mucha gracia», admite la biógrafa). Hanley era una de las seis ciudades que formaban la mancomunidad de The Potteries (junto a Tunstall, Burslem, Stoke y Langton [más Fenton]), una zona cuya industria se basaba en la manufacturación de piezas de alfarería y porcelana. Con un oportuno cambio de nombres, The Potteries de Staffordshire serán las Five Towns de Bennett, el escenario en el que se desarrollarán algunas de sus novelas y cuentos más populares. Cuando Arnold Bennett pinta esas ciudades provincianas, conservadoras, estoicas, poco dadas a los afectos y cariños, y un tanto bruscas, está reflejando un mundo que conocía bien, de comerciantes y artesanos ocupados en sus pequeñas vidas. («Nada podía ser más prosaico que aquellas calles bulliciosas y embarradas; nada que resultara más ajeno a la emoción y la aventura...», Anna of...). Sobrevolaba seguramente sobre ese mundo la presión de metodismo westleyano, al cual pertenecía el círculo familiar de los Bennett. No pertenecían estos, en absoluto, a los estratos más bajos de la sociedad de Staffordshire: su padre fue también alfarero, prestamista y maestro, y después abogado. Al parecer se distinguían del vecindario común por sus raros intereses artísticos, musicales y literarios. Sus compatriotas aseguran que en los colegios a los que asistió adquirió conocimientos sólidos de francés y latín, y que ya por entonces consiguió publicar alguna pequeña pieza en los periódicos locales. La intención de su padre, al parecer, era que Arnold Bennett estudiara Derecho en la Universidad de Londres, pero nunca consiguió superar los exámenes de ingreso. Un biógrafo perspicaz advierte: «De todos modos, él no era estudiante, sino un observador de la vida y de la naturaleza humana». Tras aquel fracaso (que algunos suponen incluso intencionado), el joven provinciano inicia su vida en la capital, trabajando de pasante y, de tanto en tanto, escribiendo colaboraciones para distintos diarios y revistas. Para las revistas femeninas solía firmar como «Bárbara» o con el magnífico pseudónimo «Sarah Volatile». En la década de los noventa intensifica su actividad periodística, y en 1893 consigue la subdirección del semanario Woman. Tres años después, ocupando ya la dirección de dicha revista, comienza su carrera literaria con dos producciones dubitativas: un cuento en la famosa revista The Yellow Book («A Letter Home», 1895) y A Man from the North (1898). Muy pronto, sin embargo, se embarca en su obra más ambiciosa hasta el momento: Anna of the Five Towns. Aunque sigue leyendo y escribiendo frenéticamente, redactando centenares de artículos, reseñas, críticas y opiniones para todos los gustos, decide abandonar su trabajo de editor en la revista en 1900 y dedicarse exclusivamente a su obra. La contrapartida es que debe escribir aún más para subsistir: al tiempo que sigue con Anna de las Cinco Villas [o Cinco Ciudades], se permite el lujo de redactar una novela de las que se llamaban entonces «sensacionalistas» (sensational, el género que Wilkie Collins dominó por encima de todos sus contemporáneos). Grand Hotel Babylon sale a la venta al mismo tiempo que Anna of the Five Towns, en 1902. En su retiro de Bedfordshire concibe la idea de dedicarse por entero a la literatura, y elabora un plan en el que se solaparán las novelas realistas (digamos, las novelas intelectualmente más ambiciosas y literarias), las novelas sensacionalistas (de misterio y emociones truculentas) y los relatos humorísticos.

En un estudio sobre la obra de Arnold Bennet, John Lucas (Arnold Bennett, A Study of His Fiction, 1974) se hace eco de las críticas que suscitó su actitud literaria casi inmediatamente después de su muerte. Hubo quien afirmó que Bennett era «un caso flagrante de capitalismo literario». Ya en su tiempo, y precisamente por esta concepción utilitarista de la literatura se le llamó «writing machine» y se le reprochó que agotara innecesariamente su vitalidad literaria al convertirse, por voluntad propia, en una «máquina de escribir».

Y es en este punto donde el puritanismo literario más estricto hace su aparición. A muchas obras de Arnold Bennet, alejado de las exquisiteces intelectuales de Bloomsbury y sus alrededores clasistas y esnobs, no tardó en aplicárseles el distintivo «potboilers». (La palabra deriva de la expresión «boil the pot», lit. ‘hacer hervir la olla’ y fig. ‘buscarse la vida’. «¿Es que voy a quedarme ahí mirando cómo algunos se embolsan dos guineas por historias que yo puedo hacer mucho mejor? Por supuesto que no. Si alguien piensa que mi único objetivo es el arte por el arte, siento decirle que está lamentablemente equivocado»). En definitiva, se acusó a Arnold Bennett de escribir para ganarse la vida, de ser un mercenario de la sintaxis, un mercader del párrafo y un fariseo de la literatura. Lillian (1912) y The Regent (1913) son algunos de los pecados literarios más graves de Arnold Bennett.

En 1903, Arnold Bennett se traslada a París. Sus biógrafos aseguran que fue tras las huellas de Balzac, Maupassant y Zola, aunque por aquellos años París hervía ya con las propuestas de Turguénev, Maurice Ravel y André Gide, a quienes nuestro autor conoció personalmente. En la capital francesa (o en la cercana Fontainebleau) Bennett busca un tema para su opera magna. Su decisión es, a todas luces, más británica que francesa: «Yo sabía que tenía que elegir una clase de mujer que pasara inadvertida en una muchedumbre». Sus referencias eran La tía Anne de la escritora Lucy Clifford y —sólo en cierta medida— Una vida de Maupassant. Bennett estudió su «gran proyecto» durante algunos años, «pero luego me apartaba para escribir novelas de menor porte, de las cuales produje cinco o seis. [Este modo de hablar no favorecía su reputación como productor de literatura alimenticia.] Pero no podía estar siempre tomándolo y dejándolo, y en el otoño de 1907 me puse a escribir de verdad...».

Así nació The Old Wives’ Tale (Cuento de viejas). Unánimemente, esta novela no sólo es la mejor de Arnold Bennett, también es una obra maestra de la literatura. Y su gestación es muy relevante a la hora de abordar la novela que el lector tiene ahora entre manos: Enterrado vivo. «Escribí la primera parte de la novela en seis semanas. [...] Después fui a Londres de visita. Traté de continuar el libro en un hotel londinense, pero Londres me distraía demasiado y lo dejé; entre enero y febrero de 1908 escribí Enterrado vivo». Pero dejemos este asunto para más adelante y continuemos con el proceso creativo en la factoría Bennett.

Su gran obra comenzó una andadura dubitativa, pero poco a poco se fue asentando, y aunque a Bennett nunca se le consideró a la altura de Dickens, Thackeray o Meredith, su historia de Constance y Sophia consiguió hacerse con un lugar en la historia de la literatura británica. «Fue elogiado y ensalzado», dice uno de sus biógrafos, «y a partir de entonces toda la obra de Bennett se juzgó respecto a Cuento de viejas». Y era difícil superarlo.

Aquel mismo año de 1908 publicó, además de The Old Wives’ Tale y Buried Alive, otros cuatro trabajos: The Human Machine, The Statue, el magnífico opúsculo How to Live Twenty-Four Hours a Day y Things Which Have Interested Me (Third Series). Relatos, cuentos, artículos, piezas teatrales, seriales y una turbamulta de «frolics» o juguetes literarios que le proporcionaban sustento en la misma medida que le restaban prestigio. Sacred and Profane Love (1905), según la traductora española de Cuento de viejas, es «una de las peores obras escritas por un gran novelista». Pero justo es reconocer que Arnold Bennett era plenamente consciente de lo que hacía: en cierta ocasión admitió que aunque había escrito alrededor de ochenta libros, en realidad no había escrito más que cuatro: Cuento de viejas, The Card (1911), la primera novela de la saga Clayhanger (1910-1918) y la fantástica Riceyman Steps (1923), otro de sus grandes hallazgos, en la que narra la historia de un miserable avaro, propietario de una librería de viejo que vendía «only cheap editions of popular modern novels» y que mira avieso a quien le pregunta por otra cosa («¿Qué tipo de libro de Shakespeare quiere? ¿Ilustrado? Ah, uno para leer...»). Por esta novela recibió el premio James Tait Black Memorial de la Universidad de Edimburgo. (Al año siguiente E. M. Forster lo conseguiría por Pasaje a la India).

La Gran Guerra fue para Arnold Bennett, como para todo el mundo literario, la gran prueba y la gran quiebra, el gran seísmo que hizo temblar los cimientos de la mentalidad decimonónica e incluso los pilares modernistas de las alegrías vanguardistas. Pero Bennett conoció de primera mano los horrores de la guerra (en calidad de delegado gubernamental británico en Francia) y también, como periodista y escritor que era, redactó novelas y siguió colaborando en el Daily News y en el Evening Standard durante aquellos años.

A pesar de algunos desagradables avatares domésticos (como la traumática separación de su esposa francesa, Marguerite Soulié), Arnold Bennett continuó escribiendo en sus tres niveles (los estudios realistas de hombres y mujeres, las fantasías extravagantes, y los relatos humorísticos). Su actividad fue frenética hasta el final de sus días: murió muy joven, con apenas 65 años, tras unas fiebres tifoideas tras una visita a Francia.

 

 

Un «sensacional» entremés

 

Al redactar el prefacio de Cuento de viejas, Arnold Bennett recordaba que había regresado a Inglaterra tras concluir la primera parte de su gran novela. Se hospedó en un hotel de Londres y pensó que allí podría continuar con su tarea. Pero la capital inglesa era una turbamulta de distracciones y prefirió apartarla y dedicar su tiempo a un juguete literario más acorde con su estado de ánimo y sus necesidades económicas. Gracias a sus diarios sabemos que la «descabellada» idea de Enterrado vivo se le ocurrió el 10 de diciembre de 1907. Y, con matemática precisión, redactó la novela entre el día 1 de enero y el 27 de febrero. En la entrada del 29 de febrero, Arnold Bennett escribió: «Salvo por un capítulo, que yo diría que es el mejor del libro, todo él es bastante aceptable». Su agente literario consiguió que la editorial Chapman & Hall le pagara 150 libras como adelanto. Según se recoge en el volumen Arnold Bennett: The Critical Heritage (ed. J. Hepburn, 1974), Arnold Bennett propuso que un sandwich man se paseara por delante de la librería Mudie’s, pero los propietarios mostraron algunas reticencias, así que el hombre anuncio se limitó a pasearse por Oxford Street, arriba y abajo.

Un mes después Arnold Bennett escribió a su agente diciéndole que las reseñas habían sido excelentes. Pero la verdad es que la mayoría no eran más que breves en los que se comentaba el argumento de la novela. Algún tiempo después, cuando recordaba la acogida de Enterrado vivo, el propio autor admitía que la recepción de su novela no había sido tan entusiasta como había creído en un principio: «Enterrado vivo se publicó inmediatamente y fue recibida con majestuosa indiferencia por el público inglés, una indiferencia que ha persistido hasta el día de hoy». El Times Literary Supplement lo describió como «an agreeable extravaganza» y el entusiasta reseñista del Daily Chronicle aseguraba que era el libro más divertido con el que se había topado desde hacía muchos años. Y en el Morning Post se decía: «El que esté dispuesto a reírse de los risibles excesos de la vida moderna y los eternos absurdos del carácter humano, y al mismo tiempo desee disfrutar de las sorpresas de la narrativa, debería leer este libro».

No todas las reseñas fueron tan favorables. Dos años después, cuando Buried Alive se publicó en Estados Unidos, un crítico americano, en un arrebato de furia, la catalogó como una farsa falsa y mala, y añadió a esa categoría otras novelas de Bennett. El escritor le envió una amable carta advirtiéndole que Enterrado vivo no era una farsa, sino una novela en la que se formulaba una crítica muy seria del mundo y la vida, y añadía que no tenía ninguna intención de abandonar esa senda literaria. Por otra parte, Bennett siempre consideró que Enterrado vivo era su mejor novela humorística. En la entrada del 9 de noviembre de 1909 de su diario comenta: «He empezado a leer Enterrado vivo y no puedo dejar de sonreír. Creo que jamás he leído un libro más divertido que este».

El mejor modo de analizar con precisión la historia de Priam Farll, el artista patológicamente tímido y asustadizo que protagoniza Enterrado vivo, tal vez sea remitiéndose a su gestación. El propio Bennett aseguraba que fue una especie de «descanso» en el proceso de redacción de Cuento de viejas. Desde luego, salvo en el modo particularísimo de escritura del autor, poca relación guardan ambos trabajos.

En efecto, es como si Arnold Bennett estuviera proponiendo un interludio humorístico en medio de la gran biografía de las hermanas Baines. En tanto que entremés (ha sido definido como interlude, precisamente), Enterrado vivo propone una historia breve, cómica, burlesca, enredada, urbana, de anonimatos y anagnórisis, de ocultaciones y revelaciones asombrosas. Pero del mismo modo que Cuento de viejas es un relato serio con ciertas dosis de humor, Enterrado vivo es un relato cómico con una importante carga crítica, y muy seria. Desde luego, puede leerse como un «juguete cómico» o como un entretenimiento ligero, pero quien tenga la virtud de detenerse en los volanderos comentarios a propósito del arte, del negocio del arte, de la prensa, de la justicia o de la vida urbanita londinense podrá advertir tonos más ácidos de los que se supone en un mero frolic.

Como en los entremeses clásicos, la historia de Priam Farll es un enredo de personalidades (suplantación y confusión) que, tras una serie de cuadros humorísticos, luego entra en un proceso de resolución y —también como en los entremeses clásicos—, el embrollo se resuelve en una escena judicial.

La suplantación, el disfraz, la doblez, la anagnórisis, y, en general, los argumentos en los que un personaje no es realmente quien dice ser forman parte de los topoi literarios desde que la narración es narración. Personajes que se disfrazan para observar la conducta de su amada, personajes que suplantan vilmente a reyes y príncipes, príncipes que andan los caminos como mendigos, o que incluso ignoran que son príncipes, criados que se hacen pasar por señores, y señores que se hacen pasar por criados (como en el caso de Priam Farll)... no son sino variaciones de argumentos en los que se produce un error o una suplantación en la identidad de un personaje. Aunque este tipo de argumentos son abundantísimos desde la mitología y la literatura clásica («Te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de tus ágiles miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios cabellos; te cubriré de harapos...», le dice Palas Atenea al astuto Odiseo) hasta nuestros días (también los periodistas Clark Kent y Peter B. Parker ocultan su verdadera personalidad), son especialmente abundantes en el teatro barroco y en el romanticismo. La referencia ineludible del siglo xix en este aspecto es la novelística «sensacionalista» de Wilkie Collins, algunas de cuyas grandes obras se basan precisamente en estos conflictos de identidad. Sin nombre y, sobre todo, Armadale podrían considerarse referencias inmediatas (y serias) de Enterrado vivo. Armadale es la historia de dos hombres con el mismo nombre que buscan su lugar en un mundo atestado de confusiones y asechanzas.

Por otro lado, en Enterrado vivo hay también referencias reales —citadas expresamente en la novela de Bennett—: el caso Tichborne, que mantuvo en vilo a la curiosa sociedad británica en los años sesenta y setenta del siglo xix. En 1854 sir Roger Tichborne desapareció en un naufragio en el mar. Su madre, lady Tichborne se resistió a creer que su hijo hubiera podido perecer ahogado en el mar, y pensó que tal vez estuviera perdido o no pudiera regresar a casa por cualquier razón, así que puso anuncios en distintos periódicos solicitando información. Una década después apareció un carnicero llamado Arthur Orton o Thomas Castro que decía ser el verdadero Roger Tichborne y reclamó la herencia. El caso entró en los tribunales y se alargó durante décadas, convirtiéndose en realidad en un serial judicial con todas las características de criminalidad, impostura, tragedia y emocionados sentimientos que encantan a los ingleses.

Desde luego, en Enterrado vivo la peripecia de suplantación e identificación tiene mucho de «sensation novel» y adopta buena parte del argumentario del género: cartas que llegan a destinatarios equivocados, personajes fingidos, bigamia, villanos aristocráticos, bigamia, heroínas en peligro... Sin embargo, todo el entramado adquiere en la novela de Bennett un carácter especialísimo, porque está teñido de un fantástico sentido del humor y porque mantiene todas las claves de la ideología estética del autor: los personajes grises, las ciudades anodinas, las casas vulgares, las vidas apacibles, el anonimato... Y, sobre todo, esa capacidad para describir de un modo único lo cotidiano y lo vulgar, y convertirlo en asuntos extraordinarios. La literatura de Arnold Bennet se distingue, muy especialmente, por esa habilidad para mostrar cómo lo cotidiano es una aventura y lo común, un prodigio; un club londinense es un gran mausoleo y una calle comercial una imponente feria con atracciones inverosímiles. Nadie ha formulado de este modo la realidad y ese es sin duda el gran hallazgo de Arnold Bennett.

Esta combinación de novela sensacionalista y novela bennettiana se resuelve de un modo magistral en Enterrado vivo. Los lectores familiarizados con la tradición de las novelas «sensacionales» decimonónicas disfrutarán de todos los guiños humorísticos que propone Bennett; y quienes se acerquen a Enterrado vivo por vez primera o tras leer la imponente Cuento de viejas reconocerán en la primera los mejores rasgos de un escritor condenado injustamente al ostracismo por los caprichos de la historia literaria y sus imprevisibles vaivenes.

 

José C. Vales

 

Sobre Edmund Crispin (Bruce Montgomery)

Edmund Crispin pertenece a la generación de escritores que conforman la Edad de Oro de la novela detectivesca y que coparon las estanterías de los quioscos, de las estaciones de ferrocarril y de las tiendas de ultramarinos en los años veinte con paperbacks más baratos que un paquete de cigarrillos. Algunos de aquellos prolíficos autores de crimen y misterio alcanzaron con el tiempo cierta consideración literaria, como las llamadas Reinas del Crimen: las "perversas" Agatha Christie, Dorothy L. Sayers, Ngaio Marsh y Margery Allingham. La mayoría de los autores de esta Edad de Oro detectivesca del período de entreguerras eran británicos, pero las influencias no sólo remitían a Conan Doyle o Wilkie Collins o Chesterton, sino a los nuevos modelos estéticos americanos, como los que proponían John Dickson Carr o Ellery Queen, por ejemplo. En el caso de Bruce Montgomery, se ha señalado la importante influencia de John Dickson Carr (es casi obvia la imitación de Gervase Fen sobre el detective "inglés" Gideon Fell), sobre todo por el interés que Carr dispensaba a los crímenes "imposibles" o crímenes "de puerta cerrada".



Un jovencísimo Bruce Montgomery al piano, durante sus años estudiantiles en Oxford
Un jovencísimo Bruce Montgomery al piano, durante sus años estudiantiles en Oxford

Gervase Fen, tal y como lo imaginó Edmund Crispin

"Gervase Fen, profesor de Lengua y Literatura Inglesa en Oxford, estaba francamente incómodo y nervioso. Como no era en absoluto un hombre paciente, los retrasos ferroviarios le resultaban enormemente irritantes. Tosía y gruñía y bostezaba y movía los pies, y agitaba aquel cuerpo larguirucho y desgarbado que tenía, sentado en el rincón del vagón que le había correspondido. Su rostro, alegre y rubicundo normalmente, se estaba ensombreciendo más de lo habitual; y el pelo negro, que llevaba aplastado hacia atrás con agua, empezaba a estallar en rebeldes mechones erizados en torno a la coronilla. Dadas las circunstancias, la superabundancia energética que poseía -y que le conducía a obviar cualquier obligación académica, y luego a quejarse amargamente de que estaba sobrecargado de trabajo y que a nadie le importaba- era sencillamente un engorro. Y como su única distracción era uno de los libros que llevaba consigo -sobre los escritores satíricos del siglo XVIII, que había vuelto a leer conscientemente para confirmar la mala opinión que tenía de ellos-, la mayor parte del viaje se le hizo tremendamente desagradable. Regresaba a Oxford tras uno de aquellos congresos académicos que proliferaban como champiñones últimamente, con el fin de decidir el futuro de tal o cual institución, y cuyas resoluciones, si es que alguna vez se decidía algo, se olvidaban dos días después de que hubiera concluido el congreso...".

(Edmund Crispin, El caso de la mosca dorada)



Los claustros de los 'colleges' de la Universidad de Oxford, así como los lugares emblemáticos de la ciudad, son los escenarios en los que se desarrollan las aventuras de Gervase Fen
Los claustros de los 'colleges' de la Universidad de Oxford, así como los lugares emblemáticos de la ciudad, son los escenarios en los que se desarrollan las aventuras de Gervase Fen



Edmund Crispin era el pseudónimo de Bruce Montgomery (1921-1978), compositor de música coral y escurridizo escritor de novelas policíacas. La editorial Impedimenta ha escogido seguramente el título más emblemático de la colección de desternillantes aventuras del profesor-detective Gervaise Fen para iniciar un recorrido por la obra de Crispin. Dice el editor en la solapa del libro que lo que más le gustaba al escritor-compositor era "nadar, fumar, leer a Shakesperare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos. Por el contrario, sentía gran antipatía por los perros, las películas francesas, las películas inglesas modernas, el psicoanálisis, las novelas policíacas psicológicas y realistas, y el teatro moderno". En La juguetería erranteaparecen esas preferencias, y algo más: aparece el Oxford maravilloso y misterioso de su juventud, un gusto decididamente británico por lo estrafalario y una divertidísima concepción de la literatura, que aprovecha para lanzar dardos a los grandes iconos de las letras inglesas.



Bruce Montgomery, según Philip Larkin

"No conocí a Bruce Montgomery hasta casi mi último curso. Por una parte era sorprendente: por lo general la amistad era automática entre estudiantes que cursaban el programa completo de Humanidades. Por otra, no lo era: el ambiente estilo lenguas modernas-sala de teatro-música clásica-hotel Randolph en el que se movía Bruce era incompatible con el mío. Por supuesto, yo lo había visto por allí, pero no se me había ocurrido pensar que fuera un estudiante de pregrado, no en el sentido en que lo era yo. Con una insignia de vigilante de ataques aéreos y un bastón, se movía muy tieso y distante, dentro de un triángulo formado por la conserjería del college (en busca de cartas), el bar Randolph y su residencia en Wellington Square. [...] Bruce, al igual que yo, era una especie de superviviente. No por ello me sentía menos cohibido ante él. Como "el señor Austen", Bruce tenía un piano de cola, había escrito un libro titulado El romanticismo y la crisis mundial y había pintado un cuadro que colgaba de la pared de su sala, y era un magnífico pianista, organista e incluso compositor. Durante las vacaciones de aquella Semana Santa se había pasado diez días escribiendo, con su plumilla y su portaplumas de plata, un relato detectivesco titulado El caso de la mosca dorada. Lo publicó al año siguiente bajo el nombre de Edmund Crispin y así inició una de las diversas carreras en las que triunfó.

Tras esta formidable fachada, no obstante, Bruce guardaba su aspecto más frívolo, y pronto nos encontramos pasando la mayor parte de nuestro tiempo en común partidos de risa en taburetes de bar". [...]

En contrapartida, le hice oír discos de Billie Holiday y lo persuadí de que ampliara su círculo de locales de copas. Una noche el celador de la universidad entró en uno de ellos y a mí me pillaron sus secuaces en una puerta lateral; Bruce, por su parte, se metió en una especie de cocina, se excusó ante alguien que estaba planchando y esperó a que no hubiera moros en la costa. "¿Cuándo aprenderás -me reprochó más tarde- a no actuar por iniciativa propia?".

A veces me pregunto si Bruce no constituía para mí un curioso estímulo creativo. Durante los tres años siguientes estuvimos en contacto casi continuamente, y yo escribí sin parar, como no lo había hecho hasta entonces, ni volvería a hacerlo. [...] Es posible que el vivificante epicureísmo intelectual de Bruce fuese el catalizador que yo necesitaba.


Del prólogo a Jill (Lumen, 2007; págs. 19-21, trad. Marcelo Cohen).




Entrevista para Planeta de Libros (íntegra)

A continuación se transcribe la entrevista íntegra para Planeta de Libros, sin cortes y sin editar, tal y como fue redactada originalmente, a propósito de la novela El Pensionado de Neuwelke.

 

 

La novela rinde homenaje a la literatura del siglo XIX, desde Dickens a Austen… ¿qué es lo que te atrae tanto de esa época?

 

En realidad, abordar la época del romanticismo casi no fue una elección: mi formación académica tras concluir la carrera de Filología se basó en la investigación y el análisis de la retórica, la estética y la filosofía del romanticismo, de modo que en cierto sentido era inevitable centrarme en el siglo XIX. La época tiene muchos atractivos, y no son menores su idea de la libertad, de la afirmación individual, del deleite estético por la naturaleza o el asombro ante los prodigios del universo.

 

El Pensionado de Neuwelke narra la historia de una joven institutriz con una rara afección que ha convertido su vida en un horrible tormento… y por extraño que parezca, se trata de un caso real y bien documentado… ¿Todo aquello que nos inquieta, lo hace aún más si sabemos que pudo haber sucedido?

 

La cuestión de la “realidad” y la “ficción” no es tan sencilla como podría parecer. Basta con ver el telediario para observar que lo que para unos es cierto, para otros es falso. Y en la era de internet, todo es virtual... es decir, casi verdadero y esencialmente falso. Respecto a la novela, lo real es que tenemos una breve documentación, escrita por Robert Dale Owen sobre esa aventura en Neuwelke, pero el hecho de que le contaran esa historia a este hombre no significa que la historia fuera real. La veracidad de las historias no influye en el interés de los lectores por una historia: lo que influye es la verosimilitud de la historia.

 

Cuéntanos más sobre el personaje de Émilie Sagée, la instritutiz que protagoniza la obra…

 

Émilie Sagée es una institutriz que sufre una dolencia aterradora, no sólo para ella, sino para todos los que la rodean. Es una dolencia sobre la que no tiene control ni poder, y por esa razón se siente una marioneta del mundo y de su destino. En realidad, ninguno tenemos verdadero control sobre lo que nos rodea ni sobre lo que somos como entidad física. Hoy somos felices, y mañana estamos en el hospital; nos creemos seguros, y las azoteas se desprenden de los edificios... El caso de Émilie Sagée es un caso extremo de la carencia de control de nuestras propias existencias.

 

Y ella está rodeada de una nutrida galería de personajes… ¿Cuando escribes ya tienes claro qué personajes van a ocupar las páginas de la novela, o pueden surgir de repente, mientras acabas un capítulo?

 

Francamente, no me imagino a un escritor que se ponga a escribir sin un plan preciso y concreto. No digo que no pueda hacerse, porque genios hay en todas partes, lo único que digo es que a lo largo de muchos años de estudios literarios he constatado la necesidad de mantener el control sobre la historia, sobre los personajes, sobre los escenarios, sobre la peripecia y sobre el tema de la narración. ¿Alguien se imagina a un arquitecto que se ponga a construir un edificio sin planos y sin haber estudiado física, y matemáticas, y resistencia de materiales? ¿Alguien se imagina a un cirujano que llegue al quirófano sin saber exactamente lo que debe hacer y sin haber estudiado pormenorizadamente todos los detalles? La idea del escritor que escribe por inspiración divina y desconociendo la retórica, la lingüística, la estética, la historia de la lengua o la historia literaria es ridícula y atenta contra la dignidad y la profesionalidad de quienes se dedican a la filología y la literatura.

 

En la introducción de la novela se dice “Nuestro universo es caótico”. ¿Se esfuerza demasiado el ser humano en tratar de imponer un orden en la existencia, que, al final, lo único que consigue es impedir que se pueda disfrutar del día a día?

 

He de señalar que ésas son palabras del narrador, y el narrador, obviamente, no tiene por qué identificarse con el autor. Yo, al contrario que el narrador, sí creo en la ciencia y en el poder de la ciencia para explicar el mundo. Pero, como el narrador, creo que la ciencia y nuestro mundo tienden a mitigar el asombro y la emoción que debería producirnos el universo. Yo entiendo perfectamente la explicación científica del nacimiento de las mariposas a partir de una crisálida, pero eso no impide que me asombre. Y entiendo la explicación científica de la traslación y la rotación de la Tierra en torno al Sol, pero eso no impide que me asombre ante la idea de una pelota azul trasladándose por el espacio a 100.000 kilómetros por hora. El universo, nuestro mundo, es efectivamente caótico, ridículo, maravilloso, trágico, cómico, asombroso, espantoso... Terrible y sublime, como decían los románticos.

 

No obstante, la novela no pretende ser una farragosa reflexión filósfica, hay mucho humor en sus páginas…

 

Muchas veces digo, en tono humorístico, entiéndase, que si hubiera querido hacer una reflexión teórica, habría escrito un ensayo. No: desde luego, no pretendo endilgarle al lector una teoría filosófica ni contarle mis opiniones personales respecto a ningún asunto particular. El Pensionado de Neuwelke es una novela y... bueno, soy de la opinión de Wilkie Collins: creo que una novela debe contar esencialmente una buena historia. Y con C. S. Lewis, creo que un libro debe ser “entretenido”. Sí: cuando me planteé –casi por casualidad– escribir esta novela, pensé en los antiguos contadores de historias, los que reunían a un grupo de personas junto al fuego y, con la habilidad de buenos narradores, les proponían una historia donde cabían la emoción, el humor, la comedia, el drama, el asombro...  

 

El siglo XIX fue el siglo del espiritismo… los vivos entrando en contacto con los muertos… ¿Todo en este mundo tiene una explicación racional?

 

En mi opinión, por cada suceso inexplicable relacionado con los espíritus y el mundo ultraterrenal, hay 999.999 que son producto del engaño. Los farsantes, los timadores, los echadores de cartas, los charlatanes, los videntes y toda esa ralea de embusteros se aprovechan de la desesperación y la ignorancia de muchas personas que creen, ingenuamente, que esos embaucadores tienen algún poder sobre el destino o que se pueden poner en contacto con el más allá. En el siglo XIX, el espíritismo se basaba en una idea cientificista: la creencia de que la ciencia podía traspasar esos umbrales que hasta hoy constituyen todo un misterio y que, por ello, son asuntos novelescos y ficcionales.

 


Sobre la traducción

Entrevista en Granite & Rainbow 21

G&R - Ainize Salaberri

José C. Vales dice que la mejor traducción es aquella que no se nota. Él lo consigue. Y lo dice alguien que ha traducido a algunos de los mejores escritores de la historia: Dickens, Jane Austen, Trollope, Crispin, Benson, Stella Gibbons, Eudora Welty, Wilkie Collins... Para él resulta un lujo traducirlos, y para los lectores una suerte que existan traductores tan involucrados en lo que hacen, creando siempre magia a golpe de palabra.

 

"El gran éxito del traductor es que el lector acabe olvidando el extravagante hecho de que los personajes de Dickens o Trollope no hablen en inglés, sino en español".

José C. Vales es traductor porque...

... porque forma parte de los trabajos editoriales. He estado vinculado al mundo editorial desde hace unos quince años, a lo largo de los cuales he realizado labores de edición, corrección, “negritud”, redacción y documentación. No he llevado cafés porque tengo muy mal pulso. Así que la traducción es únicamente una labor más; y no he abandonado las otras.

  

¿Cómo te formaste? ¿Cómo te sigues formando?

Soy filólogo, así que la lingüística y la literatura forman parte de mi vida desde los diecisiete años. Por suerte, mis profesores en Salamanca me inculcaron la idea de ser filólogo al “estilo” de los humanistas del XVI, en el sentido de ser “profesionales de las letras”. Y luego, cuando se alcanza cierto nivel laboral, el mejor modo de aprender es “arrimándose” a los mejores. Por fortuna, yo trabajo con algunos de los mejores editores y especialistas de la industria en España, y no hay día que no aprenda algo de ellos.

 

¿Cómo es tu día a día? ¿Cómo te organizas?

Mi día a día es más bien mi noche a noche. Por lo que toca al trabajo de traducción, procuro no simultanear dos o más traducciones, aunque todo depende de las necesidades de las distintas editoriales con las que colaboro. Trabajar en casa supone que siempre estás trabajando; por fortuna, tengo “una vida” y los libros no lo son todo para mí, así que dejo espacio para otros asuntos. Vivir exclusivamente en y para los libros acarrea ciertos peligros, como sabe todo el mundo, especialmente los que han leído el Quijote.

  

Dicen que el traductor es un segundo escritor que moldea, en otro idioma, lo que otro ha escrito. ¿Debe conocerse de antemano a quien se va a traducir? ¿Debe haber un estudio previo, un análisis previo, una investigación previa?

A mí me parece que el traductor no es un escritor, ni debe tener la vanidad o la presunción de “arreglar” o “poetizar” o “mejorar” o “adaptar” la obra de un escritor. Una traducción no se hace para que el traductor se luzca o demuestre sus talentos literarios, sino para que el lector pueda leer en la lengua que conoce una obra escrita en una lengua que no conoce. Una buena traducción es la que no se nota y el gran éxito del traductor es que el lector acabe olvidando el extravagante hecho de que los personajes de Dickens o de Trollope no hablen en inglés, sino en español.

Respecto al conocimiento y estudio previo de los autores que se van a traducir, sólo puedo decir que estoy más satisfecho de las traducciones de autores a los que he estudiado antes y a los que conozco bien.

 

¿A qué retos se enfrenta un traductor?

Yo diría que hay tres detalles a los que hay que prestar atención, aparte de la traslación meramente dicha, con sus múltiples complejidades. El primero es la re-creación del “ambiente” de la obra, para que se ajuste a la intención del autor; y esto no se consigue en un párrafo, sino a lo largo de toda la obra, con matices apenas perceptibles. El segundo es la atención al rigor lingüístico; las palabras tienen su geografía y su historia y hay que conocerlas antes de teclear; los anacronismos lingüísticos son muy lamentables: una señorita del siglo XIX inglés no puede decir que le gusta ir “a su aire” ni puede salir “por la puerta grande” como si fuera El Juli. El tercero es cumplir con la labor literaria fundamental: contarle algo al lector y que se entere, para lo cual muchas veces es necesario anotar convenientemente el texto. Ya sé que muchos compañeros piensan que ésa es una labor del editor; yo creo que es un trabajo del traductor.

  

¿Cuál ha sido la traducción más difícil y por qué?

Sin duda, la traducción más difícil ha sido Cold Comfort Farm (La hija de Robert Poste). Stella Gibbons era periodista y estaba muy enfadada con la literatura y el arte de su tiempo, y también con su mundo. Su escritura —en esta obra— es muy sintética y, a la vez, punzante y burlona. Las referencias literarias, los localismos y las alusiones a los asuntos de su tiempo son continuas y muchas veces indescifrables, hay juegos literarios internos tremendos, cambios de registros bestiales... y en ocasiones, ciertamente, alcanza límites de extravagancia british que a un lector español le cuesta entender... El editor Enrique Redel, de Impedimenta, me ayudó muchísimo y algunos de los detalles más interesantes de la traducción los acordamos juntos. Fue un suplicio, pero valió la pena, claro.

  

Tanto en La hija de Robert Poste como en Flora Poste y los artistas hay términos inventados, hay una jerga especial que la escritora usa a lo largo de todo el libro. ¿Cómo se lidia con eso? ¿Cómo se consigue que lo que parece tan díficil nos resulte a los lectores tan fácil?

En esas obras, Stella Gibbons finge una lengua rural, así que yo imité su procedimiento en español; se trataba de crear una lengua rural sin marcas geográficas, como es obvio. Esa lengua rural fingida se consigue con el hipérbaton, con la concisión sintáctica, con interjecciones, figuras de dicción elípticas, el uso generalizado de términos rurales y otras fórmulas conocidas. (Recordé el “sayagués fingido” del teatro antiguo español y todo aquello...). Respecto a los términos que se inventaba la autora, la mayoría se anotaba convenientemente, y luego se decidía una voz que se considerara adecuada. Por ejemplo, la planta y la flor del sukebind, que volvía locas de pasión a las jóvenes del campo, tras un divertido debate con el editor y otras personas, se convirtió en la parravirgen, pero detrás de esa decisión hubo mucho trabajo y muchas horas para averiguar qué demonios sería el dichoso sukebind y a qué podría parecerse.

Has traducido, especialmente, a magníficos ingleses como son Wilkie Collins, Charles Dickens, John Harwood, e incluso a la grandísima Eudora Welty. ¿Cómo se siente uno cuando tiene entre sus manos el milagro de su obra, sabiendo que de ti depende que llegue a buen puerto?

Cuando uno se enfrenta a Mary Shelley, a Charles Dickens o a Anthony Trollope sólo puede sentir alegría, emoción, responsabilidad y... considerar un honor que alguien piense que tú puedes hacerlo medianamente bien. De todos modos, cuando uno se zambulle en la obra de estos grandes, uno se da cuenta de que no son “milagros”, sino el fruto de muchas horas de trabajo aderezadas con una buena dosis de talento. Uno siente que podría estar trabajando el texto durante meses y años, y nunca acabaría de conseguir que se pareciera lo suficiente al original. Pero alguna vez hay que poner punto final. Además de confiar en haber tenido inteligencia y talento para completar el trabajo, yo siempre pienso en que pronto vendrá otro traductor que mejorará mi trabajo, y pienso que mi trabajo tal vez pueda ayudarlo.

  

¿Quién ha sido el autor o autora que más placer te ha provocado al traducirlo? Y, ¿hay alguno que haya sido un auténtico infierno?

Durante mucho tiempo estuve estudiando la estética y la filosofía del romanticismo europeo, así que cuando me encomendaron la traducción del Frankenstein de Mary Shelley para Espasa Clásicos me temblaban las manos al empezar. Es el trabajo del que más satisfecho estoy: la versión inglesa era filológicamente impecable, y era la transcripción de los cuadernos originales de la Bodleian; seguramente está mal que yo lo diga, pero es la versión española más completa y ajustada de la obra maestra de Mary Wollstonecraft; por otra parte, la editora española me permitió añadir notas que el profesor Charles E. Robinson no introdujo en su momento. La portada de Carrió-Sánchez-Lacasta y otros muchos detalles convierten ese libro en un trabajo especialísimo y único.

Y... bueno, sí, ha habido textos que me parecían deplorables y enfrentarse a ellos cada día era un suplicio, pero soy un profesional, y, por otra parte, el dinero que obtengo de esos autores lamentables es tan bueno como el que me proporcionaría Shakespeare.

  

El escritor tiene el sueño de escribir «una gran obra maestra», como los músicos y los artistas en general. ¿Cuál sería la «gran obra» que le gustaría traducir a José C. Vales? ¿Sueñas con traducir a alguien en especial?

Hasta hace unos meses tenía la ilusión de que alguien me encargara traducir a Jane Austen. Como a veces los sueños se cumplen, la inminente conmemoración del bicentenario de la publicación de Pride and Prejudice (1813) me ha dado la oportunidad de preparar la edición de esta obra para Espasa Clásicos. Yo diría que ha sido un regalo. He podido recuperar la ordenación original en “tres libros”, que me parecía de todo punto pertinente desde el punto de vista filológico (ignoro por qué se le escatima siempre este detalle al lector). También he tenido la oportunidad de conferir a la obra de Jane Austen el tono divertidísimo que creo que tiene en inglés (si no te ríes con Jane Austen, es que no la estás leyendo) y, finalmente, creo haber resuelto una de las divertidísimas bromas de Elizabeth Bennet que, hasta donde yo sé, aún no se había explicado y no se había traducido adecuadamente. Hay un autor a quien me gustaría traducir, que tuvo una grandísima importancia en el paso de la Ilustración al Romanticismo y cuyas obras no se han traducido desde el siglo XIX, pero solo le diré el nombre a mis editores.

  

Uno de los temas más candentes en el mundo de la traducción actualmente es la visibilidad (poca o nula) que se da a los traductores por parte de editoriales, prensa y lectores. Teniendo en cuenta que un traductor puede conseguir que una mala obra sea mejor de lo que parece (aunque también ocurre al contrario), ¿por qué existe tan poca visibilidad? ¿Cuál sería la solución para que no ocurriese esto? ¿Qué se puede hacer desde dentro, y desde fuera, para que obtengáis el reconocimiento que, parece, se os niega?

A mí me parece que en muchas ocasiones se exige un reconocimiento que no se merece. Tampoco tienen visibilidad los diseñadores de las portadas, y eso que su trabajo es fundamental, como el de los maquetistas, correctores, ilustradores, marketineros, etcétera. Los libros rara vez son un trabajo individual: el texto es el resultado de muchas opiniones, muchas consultas y muchos trabajos editoriales adyacentes. Yo tengo la suerte de tener editores que también intervienen en el texto (con mayor o menor fortuna, dependiendo de los días), y entre todos vamos conformando el producto final.

No digo lo que pueden hacer o exigir los demás, pero yo no tengo especial interés en que mi nombre aparezca en determinado cuerpo de letra o en portada o en portadilla, o sólo en los créditos. Me interesa más que las tarifas sean justas, puestos a escoger. Personalmente, me daría vergüenza arrogarme ni el uno por ciento del mérito de Mary Shelley, Jane Austen o Charles Dickens: sólo intento que las personas que no pueden leer sus obras en el idioma original puedan leerlas y comprenderlas, en lo posible.

  

¿Qué es lo que un traductor como tú más valora de un libro o de un escritor?

La solvencia. Me gusta que el escritor sepa qué se trae entre manos, igual que me resulta aconsejable que el médico o el arquitecto sepan en qué andan. Los vicios del amateur se dejan ver enseguida. Desde luego, es estupendo que haya tanto aficionado a la literatura, pero yo no me pondría en manos de un “médico” cuya única formación se limitara a haber visto muchos enfermos, ni compraría una casa a un “arquitecto” cuya única formación se limitara a haber visto muchos edificios. Un escritor debería tener una formación filológica solvente: no me imagino a un escritor que no domine la lingüística, la historia de su lengua, la semántica, la retórica y la teoría y la crítica literaria, entre otras muchas disciplinas (historia o filosofía, por ejemplo), igual que no me imagino a un arquitecto que no sepa matemáticas, física, resistencia de materiales, etcétera.

Eso respecto a la creación literaria; respecto al libro como objeto, la tradición dice que el nivel máximo de un libro es el del peor de sus componentes. Un libro depende del diseño, del papel, de la edición, de los ilustradores, de los correctores y de un montón de personas que conforman la industria del libro. Yo he pertenecido y aún pertenezco a esa tropa de infantería de la edición, los invisibles y necesarios, y por eso no quiero olvidarme de ellos. El texto es esencial, pero no lo único en el mundo de la industria editorial.

¿Cada cuánto, en tu opinión, debería revisarse –es decir, volver a traducir– una obra?

La respuesta guarda relación con un hecho complejísimo: la evolución de las lenguas, que es el objeto de estudio de la sociolingüística y la pragmática. Es interesantísimo: por ejemplo, un texto de mediados del siglo XVIII resultaba anticuado y casi incomprensible para un romántico, y, a su vez, nuestros jóvenes apenas podrán entender lo que dicen los románticos. Todo esto tiene que ver con lo que Lewis llamaba la “imagen descartada”. A medida que se retrocede en el tiempo, las traducciones y las ediciones necesitan más anotaciones y ayudas editoriales, o el lector simplemente no las entenderá. Un ejemplo servirá: durante semanas estuve intentando averiguar por qué una señora inglesa del XIX se había sonrojado al subir al ómnibus en Londres. El autor no daba más explicaciones. Al final, después de mucho indagar, resultó que subir al ómnibus, en determinadas fechas, en Londres, era como entrar en un club de striptease en la actualidad, y ésa era la razón por la que la señora se ruborizaba. Si este tipo de cosas no se le explican al lector, le parecerá que el texto es ridículo y que carece de sentido.

 

El traductor, ¿debe quitarse alguna piel para realizar una buena traducción o todo suma?

Es conveniente no despellejarse. No, en serio: el trabajo del traductor, en mi opinión, no debería tener nada que ver con sus opiniones personales, o sus gustos privados, o sus vicios y vanidades particulares. Yo he traducido a autores que no me interesan en absoluto, y he procurado hacerlo con los mismos criterios de solvencia que he dedicado a Jane Austen o a Mary Shelley. Se trata de una actividad profesional, y aunque tiene que contar con cierta flexibilidad y creatividad, no somos más que unos notarios literarios, y tenemos que ser fieles al texto en lo que nos sea posible.

 

¿Anécdotas, traductor?

Algunas hay: la mayoría guarda relación con la lingüística, los lapsus, las erratas, etcétera. Pero la gente no se ríe mucho con los chistes de filólogos. Así que te contaré una que tiene que ver con la “traducción cultural”. En Reina Lucía, de E. F. Benson (Impedimenta) un personaje hablaba de “los cielos de Claude”, sin dar más explicaciones. Seguramente el desconcierto se debe a mi ignorancia, pero no se me ocurría quién podría ser ese Claude. San Google parecía tan confuso como yo. Ninguna de las soluciones que encontraba me satisfacía. Desesperado, acudí vía e-mail al secretario de una asociación británica que conserva el legado del escritor, y se me explicó que Claude era el nombre con el que se conocía en Inglaterra al pintor Le Lorrain o, en español, Claudio de Lorena, famoso efectivamente por sus cielos nubosos y todo un mito del paisajismo popular en las Islas Británicas. En los meses siguientes me encontré con el dichoso Claude en todos los museos.

  

Veamos lo que opinas de las siguientes citas y si podrían aplicarse a tu modo de vivir/sentir la traducción:

  

«El lector ideal es un traductor. Es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortarlo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena y luego poner en pie a un nuevo ser viviente.» (Alberto Manguel)

Sí, la definición es un poco frankensteiniana, pero algo hay de eso, naturalmente. Sólo querríamos que nuestro “nuevo ser viviente” no se tambaleara mucho y no fuera muy horrososo y espantoso. Y que se pareciera un poco al ser que hemos despedazado. Yo no soy muy poético, así que simplemente diré que se trata de una labor filológica que exige gran precisión, para intentar decir en una lengua “casi lo mismo” (Umberto Eco dixit) que se decía en otra.

 

 

«Los escritores hacen la literatura nacional y los traductores hacen la literatura universal.» (José Saramago)

Yo creo que la literatura no se hace para un país, ni para una lengua... Toda la literatura pretende ser universal y pensar que los traductores tienen en este asunto una importancia mayor de la que realmente tienen me resulta un poco traído por los pelos. Yo le agradezco al traductor de Tolstói que me traduzca Anna Karénina, igual que le agradezco al periodista que me cuente algo que yo no puedo ver, y le agradezco que me lo explique, y que me dé todos los detalles. También quiero que le paguen bien, y que no viva debajo de un puente, pero no me gustaría que el traductor se me presentara como el trasunto de Tolstoi en el siglo XXI, del mismo modo que no me gusta que los periodistas se olviden de la noticia, que es lo que me interesa, y me den la murga con sus valoraciones personales.

  

«Ahora bien, lo que hay en una obra literaria —y hasta el mal traductor reconoce que es lo esencial— ¿no es lo que se considera en general como intangible, secreto, «poético»? ¿Se trata entonces de que el traductor sólo puede transmitir algo haciendo a su vez literatura?» (Walter Benjamin en “La tarea del traductor”)

Sí, pero es una literatura de encargo, una literatura por persona interpuesta, una literatura por poderes: el traductor no se puede arrogar méritos que no le conciernen; basta con que intente trasladar honradamente lo que otro —mejor que él, casi siempre— ha ideado. A veces he leído trabajos donde el traductor o el editor se han puesto estupendos y poéticos y han querido mejorar el texto original. Es muy ridículo. Pero, en fin, la vanidad tiene estas cosas...

  

«Es imposible traducir la poesía. ¿Acaso se puede traducir la música?» (Voltaire)

En fin, no seré yo quien le enmiende la plana a Voltaire. Efectivamente, parece que los géneros líricos son los que plantean mayores dificultades, porque resulta muy difícil trasladar con precisión toda la carga polisémica y emocional de un verso: para empezar, el ritmo, los acentos y la sonoridad (una parte de la “música” que cita Voltaire) ya constituyen un obstáculo casi insalvable. Seguramente la mejor solución en el caso de la poesía sea la edición bilingüe anotada.

  

TEST RÁPIDO

  

El traductor es... un profesional de la lingüística y la literatura.

Una escritora: Elizabeth Gaskell, pero Jane Austen, y las Brontë...

Un escritor: si sólo puedo escoger a uno... Cervantes.

Un país literario: la Inglaterra victoriana me parece muy literaria.

Tu palabra favorita (y vale cualquier idioma): melocotrón (con r, efectivamente). Es un melocotón radiactivo.

La palabra más odiada: un filólogo no se puede permitir el lujo de odiar ninguna palabra, pero ‘really’ siempre aparece como una mosca, para molestar.

Un idioma: el castellano o español.

Un libro: Silva de varia lección, de Pedro Mexía; es una miscelánea del siglo XVI. Me alegra la vida cuando lo leo.

Un recuerdo como traductor: Recuerdo especialmente la emoción al empezar a traducir el Frankenstein de Mary Wollstonecraft, y, sobre todo, algunos fragmentos, cartas y documentos que aparecen en un apéndice, relacionados con la obra y que nunca se habían vertido al castellano.

Un recuerdo como lector: Recuerdo sentirme abrumado con La gran cadena del ser, de Arthur Lovejoy, y deslumbrado por los trabajos filológicos de Alan Deyermond, entre otros. Y cuando repasé el Quijote en la edición de F. Rico pensé que había desperdiciado mi vida y que más me valía ponerme a estudiar... más.

Pop art contra snob art


La revolución del arte pop frente a las élites de la vanguardia y la posmodernidad

El paso del tiempo y la Historia podrían estar demostrando ya la esterilidad de los movimientos de vanguardia de principios del siglo XX. La fugaz explosión de creatividad en aquellos años, tanto en el arte como en la literatura, dio paso a un retorcimiento de ocurrencias cuyo único argumento era, precisamente, la ocurrencia presuntamente fundamentada, al tiempo que los artistas se arrojaban por la pendiente del elitismo, haciendo valer su vanidad y su supuesta superioridad intelectual. Con harta frecuencia la ignorancia y la incompetencia artística se ocultaron tras el disfraz de la vanguardia y la posmodernidad. En épocas más recientes, la posmodernidad, heredera macilenta de los viejos argumentos de la vanguardia, se ha escudado en la teoría de la superación de la historia cultural para ocultar lo que en realidad y habitualmente no son más que carencias. Las consecuencias de este erial intelectual son unas formas artísticas y literarias pobrísimas, generadas al arrimo del "yo" más precario, ensalzadas por la vanidad y el narcisismo, y aderezadas con un triste desprecio a la historia cultural.

'Marilyn', de Andy Warhol
'Marilyn', de Andy Warhol

El último movimiento cultural sólido y relevante –y, sobre todo, no fingido o artificioso- de nuestro tiempo seguramente ha sido el pop. El arte popular en realidad era una reacción contra el sistema elitista de la vanguardia y toda su patulea de vanidades y narcisismos, egocentrismos y ocurrencias de café. El arte popular se vio obligado a luchar contra el vertedero en que los ingeniosos posmodernos y vanguardistas estaban convirtiendo la cultura moderna. En realidad, el fundamento del arte moderno de vanguardia y del posmodernismo era y es el esnobismo. El esnobismo es el gusto por el elitismo (cultural, pero también social), la superioridad frente al vulgo, la vanidad y el narcisismo. Esta supuesta intelectualidad pasa por el desprecio de los clásicos y el aprecio de los marginales; se prefiere a los que el academicismo desprecia simplemente por enfrentarse al academicismo. Buena parte de los nombres importantes del arte y la literatura del siglo XX deben su fama al esnobismo y al aprecio de las élites culturales, no al talento ni al merecimiento objetivo.

'Love', de Robert Indiana
'Love', de Robert Indiana

Frente a ese desprecio por lo que se consideraba vulgar o inferior o popular, nace el pop. Tanto las élites academicistas como las vanguardias esnobs odiaban lo popular: ambas corrientes, aunque teóricamente enfrentadas, elevaban el ego de autores y artistas al límite de lo tolerable. Curiosamente, el pop se centra en el destinatario, no en el autor, que permanece casi oculto en la obra y cuyos valores se difuminan progresivamente, concediendo más espacio a otros valores, tanto estéticos como emocionales. En las obras vanguardistas y posmodernas, resulta sorprendente cómo el autor se esfuerza en permanecer visible, como si él mismo fuera la obra; mientras que, en el arte pop, el autor arroja la obra al mundo para que comience entonces un proceso de asimilación popular que deja al autor prácticamente al margen.

'Woman in bath', de Roy Lichtenstein
'Woman in bath', de Roy Lichtenstein

El pop es el arte de la alegría. Cuando nace el pop art en la Inglaterra de los años cincuenta, como reacción a las pesadísimas élites culturales, incomprensibles, farragosas y engorrosas, el objetivo era resaltar los valores artísticos de lo que creaba la gente y no dar pábulo a las elevadas creaciones de los supuestos artistas de turno. Así, mediante el aislamiento de objetos cotidianos, se empezó a comprender cuánto poder de seducción había en una viñeta de cómic, o en una lata de sopa, o en una tostadora, o en un secador de pelo antiguo, o en un cartel, o en un anuncio. En ocasiones se dice que el pop art bebió de los Duchamp o Man Ray, y es posible, pero sólo para propinarle un buen trago de su propia medicina. El pop se niega a enredarse en otras filosofías que no sean la alegría de vivir: el pop sólo ofrece un fragmento de emoción y busca con una fuerza y un vigor y una vitalidad sorprendentes todo aquello que pueda conmover de algún modo al espectador, sin exigirle un curso de filosofía avanzada o marginal antes de contemplar su obra, y sin darle la murga con lamentos y lloriqueos. El pop es genial porque es genial el truco de ofrecer obras de arte admitiendo, con un guiño, que tal vez no sea arte: "Bueno, puede que esto no sea arte... ¿pero a que es divertidísimo?". Al espectador sólo le resta contestar: "Sí, y me temo que esto es más arte que esos fárragos apestosos que no entiendo (aunque digo que sí los entiendo y sí los disfruto para mantenerme entre la élite esnob)".

Balloon Dog (Magenta), de Jeff Koons, en Venecia
Balloon Dog (Magenta), de Jeff Koons, en Venecia

Como en todos los ámbitos del arte moderno, las confusiones y las mixtificaciones han sido abundantes. Ha habido quien ha intentado subirse al carro del pop art al comprobar los altísimos réditos (en fama y dinero) que obtenían los verdaderos artistas. Y ha habido hijos y nietos de las vanguardias y del posmodernismo que, sin entender el carácter esencialmente libre, independiente y espontáneo del pop art, se han embarcado en un viaje para el que en absoluto estaban preparados, al tiempo que seguían esforzándose en su murga de artistas tocados por la varita del arte escogido. Uno de los aspectos más relevantes del pop art es que puede hacerse "en serie", e invita a copiarse, y a reproducirse, y a modificarse, pero si hubiera que destacarlo por una cualidad esencial, tal vez podría decirse que el pop es el arte de la emocionante sencillez, el sentido del humor y la juventud. ¿El arte de la vida, tal vez?

Portada del disco Sgt Peppers Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, confeccionada por Peter Blake
Portada del disco Sgt Peppers Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, confeccionada por Peter Blake

Montañas literarias de Madrid


El senderismo literario en Madrid: una pequeña excursión hasta el Mirador de los Poetas

Explicar los placeres de la montaña a quien no disfruta con ellos es una tarea inútil y una pérdida de tiempo. Simplemente, hay personas a las que el aire puro les produce urticaria y la visión de las montañas, una sensación de agotamiento por imaginación. En todo caso, debe admitirse que las montañas, como espacios hostiles que son, no siempre han gozado de buena reputación artística. Hasta el siglo romántico, las montañs eran lugares inhóspitos, infiernos cubiertos de hielo, desolados territorios de frío y roca donde se abrían abismos espantosos y se deslizaban amenazantes glaciares... En fin, lugares terribles en los que nadie en su sano juicio querría adentrarse. Desde luego, ni había pintor que los quisiera plasmar en sus lienzos ni había poeta que encontrara en aquellos lugares nada digno de rima. Sólo los atormentados y apasionados escritores y personajes del romanticismo (Goethe, Shelley, Wollstonecraft, Hugo, Byron, etcétera), gracias a una singular confluencia de nuevas ideas y nuevas perspectivas del mundo, pudieron mirar las altas cumbres con distintos ojos y descubrir en ellas buena parte de los elementos que configuraron la mentalidad del siglo (sublimidad, individualismo, dignidad, fatalidad o espiritualidad). Entre los pintores, es obligatorio citar naturalmente a Caspar Friedrich o a John Knox.

"Pensé en la pasión irresistible que induce al hombre a escalar las montañas", meditaba Théophile Gautier a principios del siglo XIX, y, como él, muchos otros poetas, narradores y ensayistas se han esforzado en dar explicaciones racionales a una actividad que, al fin y al cabo, tiene más que ver con lo emocional. Todos los aficionados a las brechas, escarpaduras, pedregales y neveros conocen la respuesta que George Mallory dio a un periodista americano cuando éste le preguntó por qué estaba empeñado en subir el Everest. "Because it's there" (Porque está ahí). Y esa es la respuesta que dan los modernos senderistas o montañeros a ciertos urbanitas impenitentes que levantan el hocico y muestran su extrañeza ante tan agotadora afición.

Por alguna razón -que seguramente guarda relación con la inefabilidad o el simbolismo de la experiencia en la alta montaña- algunos escritores han sentido una especial atracción hacia las cumbres. (Los interesados podrán encontrar fácilmente textos de Goethe o Rousseau o Wordsworth o Mary Shelley sobre las alturas y sus misterios). Desde hace dos siglos, ciertos poetas, filósofos, narradores y ensayistas se han echado a los caminos muy de mañana, con frío o con calor, con lluvia o nieve, y se han entregado pausadamente a sus ascensiones meditabundas, deteniéndose en aquel risco pintoresco o en esta escarpadura aterradora. Hay algo en esa combinación de esfuerzo físico y contemplación de la Naturaleza que convierte el senderismo de alta montaña en una experiencia arrebatadora y adictiva.

Los escritores españoles, sin embargo, bien porque les haya tentado más la taberna y el café que los espacios abiertos, bien porque hayan considerado que el campo es más bien cosa de hormigas y china en el zapato, no han destacado por su pasión montañera. Tal vez alguien podría sugerir que se citara aquí a la "generación de los caminantes" (también llamada del 98), que sintió un extraño placer en la contemplación de los espacios naturales, pero -en su amargo círculo vicioso- aquellos escritores de sacristía nietzscheana siempre prefirieron las áridas llanuras de Castilla a los bosques y las pendientes alpinas.

Y respecto a las sierras y montes de Guadarrama y Navacerrada, en Madrid, sólo haciendo grandes esfuerzos y adhiriéndonos a los saltos de ingenio gongorinos podremos encontrar un escuálido listado de autores españoles que se hayan referido a las montañas con alguna intención que vaya algo más allá de una descripción al acaso.

Alguien se ha ocupado de elaborar un listado de autores que senderearon las sierras de Madrid (siquiera literariamente), pero al cabo del repaso hay que admitir que la mayoría probablemente jamás se adentró por esos caminos y que tendría serios problemas en distinguir un pino albar de un acebo. A este respecto se cita al arcipreste Juan Ruiz, al Marqués de Santillana, a Góngora, a Juan Ruiz de Alarcón, a Nicolás Fernández de Moratín, a Jovellanos ("¡Oh, monte impenetrable! ¡Oh, bosque umbrío!", escribió en El Paular) y a otros autores menores. En ningún caso encontramos nada parecido a los precisos y emocionados relatos y los largos poemas que inspiraron las cumbres alpinas en los escritores y poetas románticos ("The power is there", exclamaba Shelley ante el Mont Blanc). Sólo en Antonio Machado, Vicente Aleixandre, Luis Rosales, José García Nieto o Leopoldo Panero la sierra madrileña adquiere algunos valores de más enjundia, simbólicos o sentimentales. Estos autores, precisamente, son los protagonistas de un paraje cercano a la localidad serrana de Cercedilla: el llamado Mirador de los Poetas.

En 1984 un grupo de amigos senderistas inauguró la costumbre de los aurrulaques (marchas a pie hasta la pradera de Navarrulaque, en las estribaciones meridionales de Siete Picos), en las que combinaban su amor a la montaña con lecturas y emocionados homenajes a los poetas que habían cantado las excelencias de la Sierra. El segundo año (1985) se decidió honrar a Vicente Aleixandre, Premio Nobel en 1977, y se levantó el mirador que lleva su nombre. Así fue "construyéndose" un pequeño santuario poético en este cerro. En 1986 se erigió el Mirador de Luis Rosales, y en años sucesivos fueron grabándose fragmentos de poemas y versos en las rocas graníticas que miran hacia la llanura madrileña.

Abajo, Cercedilla; y al fondo, los rascacielos de Madrid.

Satisfacción montañera
Satisfacción montañera